Para casi todas las personas normales la copa es símbolo de divertida camaradería, de jovialidad y fantasía iridiscente.
Es el lenitivo del hastío, el bálsamo de la tristeza, el antídoto de las preocupaciones.
Ella prodiga goces y alegrías en la íntima tertulia y otorga un dulce sabor a la vida.
Pero la copa simbolizó algo muy distinto para nosotros en los tormentosos días de las recias embriagueces.
Desvaneciéronse el placer y la alegría, dejando tan sólo la sonriente estela de los recuerdos idos.
En adelante no volvimos a disfrutar de horas deliciosas, a pesar de nuestra persistencia en el vehemente empeño de reconquistar el encanto de la bebida.
Por el contrario, cada vez fuimos peores victimas de la obsesión desgarradora que nos hacía creer que algún raro milagro habría de permitir que evitásemos el exceso, logrando así reanudar la plácida existencia de otros tiempos.
Lo cierto fue que cada nueva tentativa resultó un nuevo fracaso.